4/8/09

Dossier T.P 2

Introducción.
Tomando como concepto “remontar a los orígenes”, este trabajo se basa en la búsqueda de lo olvidado.
Que quiero representar?
Mi intensión es representar por medio de los cinco sentidos algunos de los materiales con que trabajaban los aborígenes entrerrianos. Yuxtaponiendo a estos aborígenes que trabajaban con lo que la naturaleza les brindaba y aprovechaban los recursos naturales, con Juan L Ortiz que su vida pasa por el sentimiento que le ofrece ese mismo paisaje, trabajando en él también pero de una forma más intelectual, mas poética.
Tomando como fuente de inspiración a Juan L. Ortiz, éste trabajo consiste en representar por medio de los 5 sentidos, a los aborígenes que habitaron en la costa entrerriana, tomando así elementos que éstos utilizaban para cada representación; El tacto va a estar representado en la mayoría de los elementos porque cada uno tiene una cierta textura fácil de percibir; La vista, va a estar dirigida con fotos del río Paraná y su paisaje, fotos digitalizadas tratando de llevarlas a un plano más tecnológico, rompiendo con la estructura y el color del paisaje mismo; El gusto va a ser representado con un licor y fruta de yatay que es la fruta que da la palmera; El olfato se lo va a ofrecer el aroma de la fruta del yatay; y por último el oído está representado por un palo de agua, ya que una actividad realizada por los aborígenes era la fabricación de instrumentos musicales.
Todo esto va a estar adentro de una caja realizada en mimbre, ya que los aborígenes de esta región trabajaban este material para diferentes vasijas y utencillos.

-Sobre Juan L. Ortís.
Cuando Juan Laurentino Ortiz, nacido el 11 de junio de 1896 en Puerto Ruiz, Departamento de Gualeguay, Provincia de Entre Ríos, escribe en el poema “Deja las letras”, de su libro “De las raíces y del cielo”:
“El sol ha bebido sus propias perlas
y hay apenas de ellas una memoria por secarse…
No temas, no temas, y mira, mira hasta las islas…
¿Viste alguna vez la melodía de los brillos?
¿La viste ondular, todavía de gasa,
desde tus pies al cielo, sobre el río?”
también está bien lejos de describir un paisaje. Apenas si se apoya suavemente en él, lo hace penetrar en su corazón y lo transforma en poesía. Una poesía de esplendorosa espiritualidad donde convive su decir siempre delicado y leve con una infinita piedad hacia la condición humana.

Para que su poética sea a la vez completamente localista y absolutamente universal, Juan L. Ortiz no necesitó viajar demasiado a lo largo de su vida. El complejo recorrido por sus senderos interiores, poblados de “cielos que se cerraban sobre un monte lleno de largos brazos negros y miradas lívidas” que había comenzado en Gualeguay, continuó en Mojones Norte, enclavado en plena selva de Montiel donde su padre fue capataz de estancia, continuó luego en Villaguay para regresar, a los diez años, a su amada Gualeguay.

Entre estos pocos kilómetros, sin embargo, se fue conformando un niño contemplativo inclinado a la soledad, actitud que se constituirá en una de sus marcas indelebles. Tanto, que a pesar de recordar con afecto sus escapadas a Buenos Aires, de la que rescataba la bohemia de una pobreza enriquecida por sus estudios libres en Filosofía y Letras, las clases de literatura en la Universidad de La Plata, su relación con algunos amigos entrañables y, sobre todo, la lecturas de poetas que le fueron abriendo su propio camino, nunca pudo soportar el movimiento vertiginoso y agitado de la gran ciudad.

Era dueño de una formación literaria envidiable. Rilke, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Mallarmé, Pound, Eliot, Maeterlinck, Tolstoi, entre una lista interminable de autores, fueron sus inseparables compañeros junto al sereno transcurrir del río Gualeguay. No obstante, o precisamente por ello , su primer libro “El agua y la noche”, selección de poemas manuscritos, apareció recién en 1933, gracias a la insistencia de Córdoba Iturburu, César Tiempo y, especialmente, de su gran amigo Carlos Mastronardi.

En su segundo libro “El alba sube”, publicado en 1937, no sólo el paisaje cobra mayor protagonismo sino que va afirmándose con más fuerza su despojamiento de las cosas materiales. Este desapego será uno de los pilares que le permitirá alcanzar el sello distintivo de una exquisita espiritualidad. En el poema “Hay entre los árboles” se pregunta:
“¿Hay entre los árboles una dicha pálida.
final, apenas verde, que es un pensamiento
ya, pensamiento fluido de los árboles,
luz pensada por éstos en el anochecer?”
Pero ha de ser en “Fui al río” de su tercer libro “El ángel inclinado” (1938), donde Juanele celebra con incontenible alegría su fusión con la naturaleza, la que ya nunca volvería a ser la otra parte de la ceremonia dialógica. Por fin, él era el río y el río era él.
“Regresaba
--¿Era yo el que regresaba?--
en la angustia vaga
de sentirme solo entre las cosas últimas y secretas.
De pronto sentí el río en mí,
corría en mí
con sus orillas trémulas de señas,
con sus hondos reflejos apenas estrellados.
Corría el río en mí con sus ramajes.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!”
Esta consustanciación no excluía, ciertamente, un agudo dolor por la guerra civil que en ese momento padecía España. Cuando Rilke decía que el día de nuestro nacimiento encamina tanto a morir como a vivir estaba hablando con dulce piedad acerca de la inevitable angustia que le producía la finitud del ser, angustia que mitigó a través de la lectura de la Biblia y su profunda fe en Dios. La sensibilidad de Juanele tenía el mismo tono mayor que la de su admirado Rilke, sólo que fue depositando la esencia de su fe en un sincretismo, abarcador por definición, que fusionó lo inefable de sus percepciones con los elementos concretos del paisaje. Esta maravillosa fuente fenoménica le permitió elaborar una poética de gran belleza lírica, de hondo sentimiento de misericordia tanto hacia lo humano como hacia los elementos y criaturas de la naturaleza. Modeló cada palabra creando delicados matices de una sutileza incomparables, emergiendo, así, una inmanencia con mucho de trascendencia.

En “La rama hacia el este” (1940) pero más aún en “El álamo y el viento” (1947), muestra el conflicto anidado en su alma: Vivía en la natural serenidad de su entorno y a la vez, sentía una desgarrada impotencia por el espanto que significó la segunda guerra mundial. Los temas insisten sobre el dolor, la angustia y el mal, como odioso contaminante.

Por otra parte, en “El álamo y el viento” se pueden leer sus primeros poemas extensos donde, a pesar de que el seguimiento de su decir se asemeja a un andar por meandros, no desdeña por cierto el ordenamiento de la narrativa. En estos poema es posible internarse en su particular cosmovisión del universo, a través de sus constantes percepciones y su permanente lirismo. Los poemas “Las colinas” de “El alma y las colinas” y “Gualeguay” de “La brisa profunda”, son dos claros ejemplos de ello. Es en este libro donde intenta, además, el develamiento de la esencia de todo cuanto le rodea bajo la forma de interrogaciones. Preguntar y preguntarse. Traspasar lo oscuro y ver en qué consiste el misterio, llegar hasta la despersonalización si fuese necesario para poder así informar acerca de sus hallazgos. Sólo que la luz que esplende detrás de la oscuridad nos observa y nos retacea su grandiosidad, quizá porque nuestra capacidad de comprensión es insuficiente para aprehenderla.

En sus libros posteriores “El aire conmovido” (1949), “La mano infinita” (1951), “La brisa profunda” (1954), “El alma y las colinas” (1956) y “De las raíces y del cielo” (1958), la red que va tejiendo con su natural compasión por todas las criaturas vivientes, la memoria recreadora de lo que amó, y la captación de los sutiles colores y las voces que emanan de la naturaleza, se va haciendo cada vez más compleja y, paradójicamente, también sus visiones se despojan más.

“El junco y la corriente”, producto de lo vivenciado en su viaje a China y otros países de Oriente, y “La orilla que se abisma”, fueron publicados en 1970. Con prólogo de Hugo Gola apareció en Rosario “En el aura del sauce” -que los incluye-, antología de lectura imprescindible, gracias a la cual es posible sentir el placer por la multiplicidad de imágenes y riqueza de símbolos en una poética casi despojada de metáforas.

En 1942 se radicó en Paraná hasta donde llegaban, a manera de una peregrinación laica, amigos entrañables, estudiosos de su poética y poetas de todas las edades pero, y sobre todo, lo visitaban los jóvenes atraídos no sólo por la calidad de su poesía sino por la transparencia de su conducta. En Juan L. Ortiz, poesía y vida son por completo inseparables. Tanto que de su ética surge su estética y su estética profundizará su ética.

El 2 de setiembre de 1978 Juanele abandonó definitivamente su cuerpo, el que fue llevado de regreso a su amado Gualeguay, quedando para siempre su espíritu con nosotros, caminando entre las páginas de sus libros.
Ketty Alejandrina Lis.
Juan Laurentino Ortiz, poeta argentino (11 de junio de 1896 - 2 de setiembre de 1978). Nació en Puerto Ruíz, en la provincia mesopotámica de Entre Ríos, y pasó su infancia en las selvas de Montiel, un paisaje que marcó su poesía para siempre.
Realizó estudios de Filosofía y vivió un corto tiempo en Buenos Aires. Allí participó de la bohemia literaria de los años 20. Volvió pronto a su provincia. Aunque integró movimientos políticos, entre otros un comité de solidaridad con la República durante la guerra civil que dividió a España en los años 30, vivió aislado del ambiente cultural de la capital argentina; sólo viajó una vez al exterior, invitado por el gobierno de China comunista.
La leyenda de su figura alta, flaca, concentrada en la observación del paisaje fluvial, trascendió más que su extensa obra, de una "espléndida monotonía", en la que identifica su espíritu con el paisaje que lo rodeó durante toda su vida.
Juanele, como comenzó a llamárselo en los círculos literarios de la capital, fumaba en largas boquillas de caña y publicaba sus poemas, de versos extensos, en libros de tipografía minúscula, cuidando hasta el extremo todos los aspectos de la edición, característica que tiende a ser respetada en las ediciones actuales.
Los simbolistas franceses y la poesía oriental influyeron en su obra, caracterizada por la delicadeza y la disposición contemplativa, que alude siempre al río, los árboles, las inundaciones, los cambios climáticos, sin eludir la historia social de su provincia natal (sede de importantes frigoríficos desde comienzos del siglo XX), mostrando siempre una especial sensibilidad por el drama de la pobreza y, en particular, por los niños que la sufren en su inocencia.
Un largo poema suyo, "El Gualeguay", es a la vez una narración del paisaje y de los sucesos históricos y económicos que se produjeron en las riberas de uno de los ríos de la provincia.
Ortiz murió en la ciudad de Paraná. La tensión de su obra entre la comunión con el paisaje y el conflicto social fue magníficamente descrita por el propio autor en estos versos: No olvidéis que la poesía, / si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva, / es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin, / cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin / y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor...







-Sobre Aborígenes Entrerrianos: Guaraníes, Chaná, Charrúas.
El actual territorio entrerriano estaba habitado, antes de la llegada de los conquistadores españoles, por poblaciones aborígenes que desarrollaron culturas particulares y definidas: Guaraníes, Chanás y Charrúas, divididos, a su vez, en subgrupos culturales.

Los primeros se caracterizaron por ser cazadores, agricultores, pescadores y fabricantes de armas (arcos y puntas de flecha), así como diestros en la fabricación de canoas, instrumentos musicales y la utilización de la madera y la cestería. Se ubicaron en la región sur de la provincia donde conformaron una cultura homogénea de tipo sedentario. Vivían en casas agrupadas en aldeas de tipo rectangular o redonda de barro y paja, con un espacio central donde había una plaza.
La cultura chaná se subdividía en: Mocoretáes, Timbúes y Beguaes, y ocuparon la región oeste de la provincia. Se dedicaron a la caza, pesca, recolección y el cultivo de la tierra. Poseyeron una industria de cerámica decorada. Eran seminómades y sus casas eran ranchos comunales. Su organización a través de cacicazgos hereditarios, contaba con asambleas para resolver asuntos comunitarios muy importantes. Sus creencias religiosas eran expresadas a través de rituales populares.


Los charrúas (cuyo nombre en guaraní significa revoltoso, antojadizo) se subdividían en Yaros, Minuanes, Martidanes y Guenoas, que compartían la particularidad de ser extremadamente belicosos y resistente a todo cambio, a tal punto, que fue el último grupo en desaparecer. La guerra fue su principal actividad, pero también se dedicaron a la caza, la pesca, la recolección y el trabajo en piedra, con la cual realizaban puntas de flecha, arma que era complementada con el uso de boleadoras. Se ubicaron en la región central de la provincia, aunque eran nómades. Sus casas estaban realizadas de esteras armadas sobre postes, en campamentos próximos a arroyos. Estaban organizados en cacicazgos, consejo de ancianos y guerreros, encargados de resolver los asuntos de gravedad del pueblo.

Guaraníes.
Los guaraníes son un grupo de pueblos sudamericanos, cuyos habitantes viven en el noreste de Argentina (Corrientes, Misiones, Formosa y parte de la provincia del Chaco), suroeste de Brasil (RS, SC) y Paraguay , sureste de Bolivia y parte de Uruguay . Su autodenominación étnica es avá, que significa "hombre". Fueron llamados por los españoles carios, chandules, chandrís y landules. Son un pueblo nativo sudamericano, originario de la región amazónica, que se estableció en distintas regiones del continente, especialmente en el Paraguay y en Brasil.
Las causas de su migración hacia el sur fueron principalmente la necesidad de ocupar nuevas tierras aptas para el cultivo y la presión de otros indígenas.
Vivían en aldeas, en los claros que formaba naturalmente la selva, y constituían una verdadera unidad tribal, al estar formada por entidades económicas autosuficientes e independientes unas de otras.
Las viviendas estaban dispuestas en torno a una plaza grande de forma cuadrangular, donde se desenvolvía una gran actividad cotidiana esencialmente de índole social. Eran casas grandes comunales llamadas maloca individualmente y en conjunto taba. Además podían albergar a todos los miembros de una familia (o tevy) extendida: padres, abuelos, tíos, primos, nietos, cuñados, yernos y nueras. Esto representaba la unidad social mayor.
Cada familia vivía en una casa comunal de hasta 60 m de largo y de 8 a 10 m de ancho sin divisoria, donde habitaban entre 60 y 120 personas presidida por un jefe quien ocupaba la parte del centro. A su vez la aldea estaba dirigida por un jefe político llamado mburuvichá, y un jefe religioso llamado payé. Su organización social estaba encabezada por un cacique (tuvichá) cuyo liderazgo era hereditario.
Una de las funciones del cacique era de administrar el trabajo comunitario y de distribuir equitativamente los bienes del consumo. Existía una división del trabajo por genero. La preparación de la cerámica era, por ejemplo, una tarea exclusiva de las mujeres, como la de plantar e hilar los lienzos. El varón era básicamente pescador, cazador-recolector y guerrero.
El concepto de la propiedad privada de los bienes no existía en la sociedad guaraní. Todo lo que se cosechaba en los cultivos hortícolas, el producto de la caza y la pesca, los frutos recolectados, eran distribuidos solidariamente entre todos los miembros del tevy (parentesco, linaje). Solamente algunos pocos bienes podían ser considerados como personales, tal el caso de las armas, las hamacas, algunos utensilios de cerámica. La tierra era considerada como un bien del que se podía disponer pero sobre el cual nadie podía pretender derechos de propiedad exclusiva. Eran comunitarios la tierra cultivable, las fuentes de abastecimiento de agua, el monte y la selva, con todos sus recursos aprovechables.
El matrimonio y la familia constituían el núcleo social básico. La poligamia representaba un estatus social preponderante, por lo que su práctica era propia de jefes y guerreros reconocidos; quienes hacían una distinción entre esposa principal (cherembicó) y secundaria (cheaguazú).
La costumbre generalizada, practicada por los demás integrantes de la comunidad tribal, era la monogamia. Las uniones no eran muy estables, por ello el divorcio era común.
Eran diestros navegantes de canoas, conocedores cazadores de la selva, recolectores, pescadores y practicaban la agricultura. Las familias poseían un lote exclusivo en las plantaciones comunitarias y a su vez cada esposa tenía un huerto personal. Trabajaban en grupo y los parientes se ayudaban unos a otros. Cultivaban en pequeñas huertas, estando entre los cultivos más importantes la mandioca (mandi'ó), mandioca dulce (poropí), la batata (jetý), la calabaza (andaí), el zapallo (kurapepê), el maíz (avatí), el poroto (kumandá), el maní (mandubí) y el algodón (mandiyú).
Otros productos eran obtenidos directamente del monte o selva, tal el caso de las hierbas medicinales, frutos como la guayaba (arasá), el ananá (avakashí) y la yerba mate (ka'á), que usaban para preparar la bebida que aún hoy se sigue tomando, que elaboraban con el mismo proceso que hoy se emplea en la industria moderna.
Para plantar previamente quemaban el monte produciendo el rozado, en el que mujeres y niños sembraban bajo supervisión de los ancianos.
Los hombres se dedicaban a la caza y la pesca utilizando como armas arcos y flechas, pequeñas hachas, mazas, y algunos grupos llegaron a emplear lanzas.
Además de dedicarse a la agricultura, la caza y la pesca, los guaraníes eran grandes alfareros. Elaboraban vasijas, cántaros de diferentes formas y funciones, ollas, platos, etc.
Los objetos eran decorados con impresiones realizadas con los dedos y con las uñas; otros más avanzados consistían en líneas y puntos rojos y negros sobre fondos blancos. Otra particularidad era que los objetos que se fabricaban no tenían asas.
Los hombres prácticamente no usaban ropa, en cambio las mujeres usaban una especie de tapa triangular de plumas o algodón tejido por ellas mismas. Desde la llegada de los misioneros los hombres comenzaron a utilizar un chiripá y una especie de taparrabos (baticolas) confeccionadas con la chala u hojas del maíz, fibra de ortiga o algodón; las mujeres comenzaron con el uso del typoi (túnica del algodón sin mangas, hasta los tobillos).
Hombres y mujeres utilizaban adornos, tatuajes con pinturas fabricadas con la mezcla de especies vegetales, complementado con plumas de aves, amuletos colgados en el cuello, collares confeccionados con huesos de animales y semillas.
Los distintivo entre varones y mujeres consistía en que los varones a partir de la pubertad llevaban una especie de clavo (de madera, hueso o piedra) ensartados debajo del labio inferior (tembetá) y las mujeres en las orejas.
Los idiomas hablados por estos pueblos (guaraní) pertenecen a la familia tupí-guaraní. El guaraní paraguayo es lengua oficial en el Paraguay y su dialecto correntino es co-oficial junto con el castellano en la provincia de Corrientes en Argentina.
La mezcla del idioma guaraní con el castellano es conocido en Paraguay como una tercera lengua (guaraní jopara o jehe‘a).
Chaná.
Los chanaes o chanás fueron un pacífico pueblo próximo a los charrúas que habitaba en la República Oriental del Uruguay en la confluencia del río Negro con el río Uruguay, las costas e islas de este último y las islas del Delta del Paraná en la Argentina entre las provincias de Entre Ríos, Santa Fe, Buenos Aires y hasta en la de Corrientes.
No debe confundírselos con los chaná-salvajes que fue uno de los nombres dados por los españoles a los yaros que habitaban en la proximidades de los chanaes.
En Corrientes serían de este grupo las parcialidades mepenes y mocoretáes. Entre Santa Fe y Entre Ríos habrían estado los timbúes, caracaráes, corondas, quiloazas y calchines y entre Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos, los chanaes, mbeguaes, chaná-timbúes y chaná-mbeguaes (chaná-beguáes).
El fuerte Sancti Spiritu que fue el primer asentamiento hispano en la Región del Plata, fue fundado en la desembocadura del río Carcarañá en el Paraná en 1527, por el navegante veneciano al servicio de la Corona española Sebastián Gaboto. Fue destruido dos años más tarde por los chaná-timbúes.
A 80 leguas al sur del asiento primitivo de Santa Fe, en las cercanías de Sancti Spiritu, fue fundada en 1619 la reducción de San Bartolomé de los Chanás.
Su cultura y su economía (pescadores, cazadores, recolectores) estaba especialmente adaptada al medio ambiente, viviendo gran parte del tiempo en canoas monóxilas o estableciendo paraderos a orillas de los cursos de agua. A la llegada de los europeos en el siglo XVI los chanaes ya habían sufrido un proceso de aculturación por parte de los guaraníes, proceso que se vio favorecido por el incremento demográfico de estos últimos a través de las prácticas de una incipiente agricultura (en especial de mandioca), aunque no se poseen datos ciertos de que los chanás hubieran desarrollado una agricultura, lo concreto de la aculturación se refleja en la aparición de un numeroso léxico guaraní que se refleja aún hoy en gran parte de la toponimia de la región otrora habitada por los chanaes.
Sin embargo de los influjos culturales amazónidos, el fisiotipo de los chanaes es característico de los pámpidos: altos (oscilaban entre 1,70 m y 1,80 m), tenían cráneos voluminosos, pómulos y mentones salientes. Con la nariz larga y delgada y el porte atlético. El color del cutis era bronceado, poseían ojos oscuros y pelo generalmente lacio y negro. Usaban collares hechos con caracoles y huesos, se perforaban la nariz y solían llevar tatuajes.
Eran expertos pescadores y usaban grandes canoas para este cometido. También cazaban y lo hacían con arcos y flechas con puntas de hueso o piedra. Lograron grandes avances en la cerámica, obteniendo piezas decoradas muy bellas.
Esta etnia fue una de las primeras en desaparecer en el Cono Sur debido al temprano contacto con los europeos, tal contacto facilitó que se produjeran entre ellos epidemias de enfermedades para las cuales carecían de inmunidad.
El último censo nacional argentino en 2001 demostró que en Entre Ríos existen más descendientes de charrúas y chanás de lo que en general se suponía, los cuales están mestizados y completamente aculturados.
A mediados de 2005 un habitante de la ciudad entrerriana de Nogoyá dio a conocer que conservaba por transmisión oral familiar la lengua chaná, la veracidad de este descubrimiento está en estudio, pero mencionó más de 250 vocablos y frases, entre ellas todas las palabras charrúas y chanás conocidas.
Charrúas.
Los charrúas fueron un pueblo indígena originario del territorio delimitado por el Río de la Plata, el río Uruguay hasta el río Ibicuy (sur de Brasil en América del Sur). Posteriormente a la invasión española, algunas familias se desplazaron hacia zonas meridionales de la Mesopotamia argentina y quizás zonas costeras del río Paraná medio.
Fueron, junto con los chanaes, los guenoas y los yaros, los primeros habitantes históricamente conocidos de las tierras del actual territorio del Uruguay. Los charrúas también habitaron el centro-este de la provincia de Entre Ríos, el sureste de la provincia de Corrientes y la campaña riograndense (las 'pampas' de Río Grande del Sur).
Asimismo, otra parcialidad de los charrúas (los martidanes) vivía en Entre Ríos, Argentina de la que se conoce muy poco.
Además de los charrúas propiamente dichos, pertenecían al mismo grupo étnico los minuanes y los guenoas que formaban un mismo grupo también denominado guinuanes. Los bohanes son considerados por algunos estudiosos como relacionados a los yaros de origen káingang y por otros como integrantes del grupo charrúa. Los chaná-timbú-beguá, muy parecidos a los charrúas, eran posiblemente, el producto de reiterados mestizajes y aculturaciones entre pámpidos y láguidos, en las costas paranaenses de la provincia de Santa Fe habitaban los calchines quienes también son considerados de filiación charrúa.
Al momento de la llegada de los españoles, los charrúas dentro del actual territorio uruguayo ocupaban el área al norte y al sur del Río Negro (o Hum) y se acercaban a la costa en el actual departamento de Rocha. Los minuanes estaban en la costa argentina del río Uruguay al norte de la desembocadura del Río Negro. Los actuales departamentos uruguayos de Río Negro y Durazno eran ocupados por los yaros. Los bohanes se hallaban en los departamentos de Paysandú y Salto, sin embargo, algunos mapas jesuíticos los ubican en Entre Ríos, por lo que es posible que algunas de sus parcialidades hayan cruzado el río Uruguay. Los guenoas estaban en la zona de los departamentos de Tacuarembó, Treinta y Tres y Cerro Largo extendiéndose también por el el río Ibicuy, al sur del Brasil.
Posteriormente a la fundación de Montevideo, los charrúas se desplazaron hacia el norte absorbiendo a yaros, bohanes, guenoas, chanás y minuanes quedando prácticamente confundidos con ellos, por lo que usualmente se les ha designado a todos estos grupos genéricamente como charrúas.
La mujer charrúa nativa la que se relacionó con los hombres europeos y dio origen a los primeros mestizos, que en general, adoptaron una cultura intermedia y fueron conocidos como "gauchos", en el caso de los hombres, o "chinas", en el caso de las mujeres. Estas últimas continuaron viviendo en las tolderías charrúas, y a su vez, se siguieron mezclando con los colonizadores blancos así como también con guaraníes, complejizando aún más el proceso de mestizaje.
Tras el vocablo "Charrúa" se han postulado diferentes versiones de su origen, la mayoría de ellos despectivos, a saber “Los arrebatados”; “Los destructores”; “Los jaguares”; “Los mutilados”, y otros un poco más románticos como “Los acuáticos” o “Los pintados”. Lo cierto es que epítetos no faltaron por parte de los extranjeros, respecto a cómo identificarlos. Sin embargo, nada se sabe aún respecto a cómo se autodenominaban los integrantes de esta familia nativa.
Recientes estudios demuestran que “charrúa” no es una palabra de origen americano y mucho menos indígena. Este término existía antes del descubrimiento de América, y se usaba para denominar un tipo de máscara existente en algunas comunidades gallegas y cuyo origen se remontaría a la prehistoria, probablemente para ser usadas en fiestas populares, como el carnaval. Quienes usaban en Galicia estas máscaras llamadas charrúas, se disfrazaban y pintaban de manera llamativa, mientras gesticulaban con cierta agresividad.
La colorida vestimenta de los indígenas que los europeos invadieron en las costas del Río de la Plata, así como su rostros pintados a modo de máscaras junto a extraños gestos, rememoraron en los navegantes españoles a aquellos gallegos que se disfrazaban en sus fiestas con sus máscaras denominadas charrúas. En poco tiempo el término se popularizó y fue adoptado de ahí en más hasta nuestros días.
Pertenecían al gran conjunto pámpido, teniendo fisiotipos y cultura material muy similar a la het o pampas antiguos, a la de los tson'k o patagones, a la de los qom'lek y a la de los kadigüegodí, para hacer mención sólo de algunas de las etnias que habitaban la gran Llanura Chacopampeana y la Patagonia Extraandina. Sin embargo, hacia el siglo XV recibieron importantes influjos culturales de un pueblo amazónico el de los avá o guaraníes. De modo que mucho del léxico actualmente conocido del idioma charrúa deriva de aportes lexicales del avañe'é o guaraní, como son la toponimia y los nombres propios, al mismo tiempo que el lugar donde habitaban refería a: "Río de los pájaros pintados" (en guaraní).
Básicamente los charrúas no eran pacíficos; tenían una organización social muy fuerte, organizadas en jefaturas (esto es: gobernadas por un 'cacique', jefe que aunque solía pertenecer a un linaje debía ser electo y consensuado permanentemente por el conjunto), donde los vínculos interpersonales eran muy importantes y conservaban la filiación poligámica.
Esto quiere decir que los charrúas vivian en grupos los cuales tenia un líder al cual le tenían que hacer caso en todo.
En el momento de la conquista española su modo de producción era cazador-recolector, aunque rápidamente supieron desarrollar un complejo ecuestre y, con este, una cierta ganadería basada en los bovinos y equinos. Dado el modo de producción (cazador-recolector) era una etnia (2) de "nómadas" -como lo eran casi todos los otros pampidos-, por lo que los únicos vestigios materiales de su civilización son pequeñas vasijas de barro así como parte de sus armas típicas, lanzas, flechas y boleadoras, esta última uno de los objetos más típicos de la región. Estaban conformadas por dos o tres bolas de piedra, unidas por un trozo de cuero de aproximadamente un metro, en un nudo común. Eran utilizadas para cazar principalmente el ñandú, ave típica de la mayor parte del Cono Sur, similar al avestruz pero de menor tamaño.






-Los retratos de Fayum. Berger.
Para leer una imagen, como en todas las disciplinas, también hay maestros, como John Berger. Habla Berger en «El tamaño de una bolsa» (Taurus 2004) de los retratos de Fayum, los más antiguos que se conocen, que «se pintaron al mismo tiempo que se escribían los Evangelios» pero «nos conmueven como sí hubieran sido pintados el mes pasado». Los autores eran egipcios de origen griego, fueron encontrados en la provincia egipcia de Fayum a finales del siglo XIX, y representaban a miembros de la clase media urbana: «profesores, atletas, sacerdotes de Serapis, mercaderes, floristas. A veces nos dicen sus nombres: Aline, Flavian, Isarous, Claudine...». Lo que asemeja los retratos de Fayum —dibujos funerarios destinados al ajuar del muerto— a las imágenes palestinas, es lo que Berger llama «la inmediatez» y un saber —más cruel en la población palestina que en las clases medias profesionales de Fayum—, la certeza de la muerte: «la mirada pintada está totalmente concentrada en la vida que se sabe que se perderá algún día».

Según Berger, las de Fayum son «imágenes de hombres y mujeres que no hacen llamamiento alguno, que no piden nada, declaran que están vivas, como lo está quién las esté mirando». Precisamente, la diferencia con las imágenes palestinas es que, las niñas que van a la guerra cuando van a la escuela, los niños que van a la guerra cuando cruzan la calle, los jóvenes que van a la guerra cuando toman el té o las ancianas que van a la guerra cuando llevan la compra, sí reclaman algo, un movimiento o mil, un gesto o mil, porque saben que cuando esa imagen llegue a los ojos de los vivos probablemente ellos ya estén muertos.

De alguna manera, a pesar de la urgencia mediática, algo de ese gesto se clava e impulsa a uno o a muchos a «ayudar» cuando vemos las consecuencias de un tsunami, un bombardeo o un golpe de estado. Pero es posible que antes de realizar ningún acto de solidaridad, para que esta lo sea realmente, tengamos que aprender primero algo de la víctima. Para decir esto parto de que, sí abandonamos la soberbia que nos da el nacer vencedores, aquellas víctimas «saben de la vida» mucho más que nosotros, aunque sea por la dosis de ficción que forma parte de nuestra naturaleza, de nuestro mundo, aunque sea porque al otro lado de la vida no pueden evadir su realidad y nosotros lo hacemos a veinticinco fotogramas por segundo.

En el fondo, los retratos de Fayum se parecen más a nosotros que a las gentes palestinas. Si giramos por un momento la mirada, y es una niña que va a la guerra, un niño que va a la guerra, un joven que va a la guerra o una anciana que va a la guerra, quienes nos miran a nosotros, nuestra imagen, proyectada vía satélite, plana y amorfa, transmitirá esa neutralidad —falsa— de los retratos de Fayum. Sí nos observaran estáticos, desde arriba y desde fuera, nuestra imagen no hará llamamiento alguno, no porque nuestra vida esté ausente de conflicto, sino porque hemos aprendido a neutralizar y aplanar la realidad, y porque hemos aprendido, fundamentalmente, a callar. Debería ser posible generar una solidaridad real a pesar de un medio ambiente cínico, pero desde luego, eso depende bastante poco de la generosidad —posible a condición de tener una buena cuenta corriente—, y sí mucho de la subversión. Tal y como nos recuerda machaconamente el marketing made in ONG, es fácil apadrinar a un niño o ingresar unos euros al mes, es más asequible para el ciudadano medio dar de comer a una aldea zaireña durante un mes, que plantarse frente a un despido, una deportación o una detención arbitraria, movimientos que suponen riesgos personales, profesionales o políticos. El modelo de «ayuda» hegemónico no ha multiplicado el compromiso sino todo lo contrarío, ha reforzado el distanciamiento personal y político, la costumbre de la indiferencia hoy se viste con un fino y calculado desprendimiento. En este sentido y aún con balbuceos me pregunto cuál es la línea divisoria y cuales las acciones necesarias, para que la solidaridad no sea esa manera tortuosa de acariciarse la espalda a uno mismo.

Al respecto, la propuesta de este artículo es modesta, pero trata de una cuestión previa indispensable. Sí estamos de acuerdo en que nos conmueve y nos remueve la pareja que no responde al teléfono, la tienda cerrada a deshoras, el metro que no llega o el reloj que no funciona, mucho más que los cien muertos de rigor en el informativo de las 21.00 h, convendremos en que necesitamos urgentemente una educación sentimental. No para dejar de sentir con intensidad lo valioso de lo cercano, pero sí para poner las cosas en su lugar, y diferenciar lo importante de lo banal.

Y es ahí donde aquellos que vemos como «víctimas» tienen algo que decir, mucho antes de que nosotros podamos hacer nada por ellos, hablan desde su existencia misma, una existencia que desaparece ante nuestros ojos diseminada en una estrategia informativa o publicitaria de fuegos artificiales. Es infinito, por ejemplo, el material gráfico y audiovisual que produce cada año la Palestina ocupada, tanto que, por acumulación, el dolor de cada imagen se disuelve en un mar de papeles que, en lugar de ofrecer matices y dimensiones de la realidad, la desactivan.

Puede que debiéramos tener una fotografía, una sola que, obligados a observarla a lo largo de 365 días nos forzara a darle profundidad, a ver los detalles de la mirada del agresor y el agredido, de la pared que hay al fondo, de la sangre desparramada por el suelo. Podrá ser un buen ejercicio para educar la sensibilidad, tomar una imagen, cualquiera que sea, darle al menos cinco minutos de vida y salvarla del asesinato de la urgencia.

Habrá que plantearse también, mientras aprendemos a sentir el dolor ajeno, recuperar el significado de «estar comprometido» hasta hacerlo lo más literal posible. Digamos que, a partir de ahora deberemos ser rigurosos con el lenguaje y con nosotros mismos, llamar a las cosas por su nombre, y situar la medida del compromiso en la disposición a meterse en un lío o ponerse en un aprieto, y más difícil aún, hacerlo sin tomar la vía fácil del acto heroico.

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